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Descendió a los infiernos

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Autor: Miguel Manzanera SJ

En el Símbolo de los Apóstoles, también llamado el “Credo breve”, que se recita los domingos en la Santa Misa, se incluye el siguiente artículo de fe: “Descendió a los infiernos y al tercer día resucito de entre los muertos”. No es fácil entender la primera frase “descendió a los infiernos”, ya que aquí la palabra “infiernos” tiene un significado distinto del usual que es el lugar de castigo y tormento eternos, reservado a los pecadores empedernidos.

En el Credo los infiernos significan las estancias dentro de la tierra, designadas en la Biblia con el término hebrero “sheol” y con el griego “hades”, donde según una creencia extendida bajaban las sombras de los muertos, mientras que sus cadáveres eran sepultados y se corrompían.

Ninguno de los cuatro evangelios reconocidos menciona este suceso. Únicamente el evangelio de Mateo narra un fenómeno telúrico conexo que se produjo cuando Jesús murió en la cruz. Muchos cuerpos de santos difuntos salieron de los sepulcros y después de la resurrección de Jesús entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a muchos (Mt 27, 52-53).

Pero la Primera Carta de San Pedro claramente narra el descenso de Jesús a los muertos: “Cristo, para llevarnos a Dios, padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el Espíritu. En el Espíritu fue a predicar a los espíritus encarcelados. […] Por eso hasta a los muertos se les ha anunciado la buena nueva para que, condenados en carne según los hombres, vivan en Espíritu según Dios” (1 Pe 3, 18.; 4, 6).

El actual Catecismo de la Iglesia Católica (632-637) explica que Jesús se solidarizó con los hombres y se sometió a la ley de la muerte. Mientras que su cuerpo permaneció en el sepulcro hasta el tercer día, en su alma y divinidad descendió al “sheol” para proclamar allí la buena nueva a los muertos que estaban encarcelados por el ángel Satán (acusador), privados de la visión de Dios y sin esperanza de poder estar con Él (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). Este descenso de Jesús al lugar de los muertos se celebra el Sábado Santo.

Este suceso se inscribe dentro de la lucha frontal de Jesús contra Satán, el Diablo Tentador. Tal como se narra en los dos primeros capítulos de Job, Dios había encargado al ángel Satán la tarea de probar la fidelidad de los hombres. Pero, el maligno, envidioso, les sometía a tentaciones irresistibles, incluyendo también persecuciones brutales y enfermedades dolorosas. De esa manera conseguía que muchos maldijesen y protestasen contra Dios. Finalmente al morir quedaban sus almas esclavizadas indefinidamente en el “sheol”.

El evangelio de Lucas recoge la oración “Benedictus” que reza el sacerdote Zacarías, padre de Juan el Bautista, anunciando la venida del Salvador para perdonar y liberar a los muertos encarcelados por el diablo: “Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte y para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 76-79).

Con Jesús se cumplió cabalmente esa profecía. En su alma y divinidad descendió al “hades”. Allí predicó la buena nueva de la salvación. Desveló y derrotó al maligno, arrebatándole las llaves del “sheol” y liberando a quienes por temor a la muerte se le sometían de por vida (cfr. Hb 2, 14-15; Ap 1, 18). Esta victoria del Salvador frente al Maligno se completará al tercer día con su resurrección de entre los muertos por obra y gracia de la Rúaj Santa (Espíritu).

Jesús anunció que al final de los tiempos tendrá lugar el Juicio final y se dará el premio eterno a quienes han cumplido el mandamiento del amor o por el contrario la condenación a quienes lo han rechazado. (Mt 25, 30-45). De esa manera Dios, justo y misericordioso, implantará su Reino a toda la humanidad, pasada, presente y futura: “Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2,10s).