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Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13)

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Autor: Miguel Manzanera  SJ

Uno de los temas más recurrentes del Papa Francisco en sus escritos y predicaciones es la misericordia divina. Está convencido que forma parte de la esencia del Evangelio. Por eso Quiere que la Iglesia Católica otorgue a la misericordia toda la prioridad que merece. Para ello sigue los pasos de San Juan Pablo II que también consideró este tema el leitmotiv de su vida, tal como se muestra en su Encíclica “Rico en Misericordia” (1980) y en el impulso dado a las revelaciones de Sor Faustina Kowalska a la que beatificó y posteriormente canonizó en el Jubileo del Año 2000, declarando para toda la Iglesia la celebración de la Fiesta de la Divina Misericordia en el primer  domingo después de la Pascua de Resurrección. El Papa Francisco ha proclamado el Jubileo Extraordinario de la Misericordia y ha publicado el Mensaje para la Cuaresma de 2016, titulado con la frase de Jesús “Misericordia quiero y  no sacrificio” (Mt 9, 13). Transcribimos algunos puntos más pertinentes.

El Papa subraya su deseo de que en la Cuaresma de este Año Jubilar cada cristiano celebre y experimente la misericordia divina para él y para todo el mundo. En un primer punto se refiere a la fundamentación bíblica de la misericordia. En la tradición profética está estrechamente vinculada con las entrañas maternas (rahamim) y también con la bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales.

Francisco reflexiona sobre la Alianza de Dios con los hombres como una historia de misericordia, propia de una familia. Dios se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar en su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral, especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la infidelidad rompe la Alianza y es preciso ratificarla de modo más estable en la justicia y la verdad. Es un auténtico drama de amor, en el cual Dios desempeña el papel de padre y de marido traicionado, mientras que Israel el de hijo/hija y el de esposa infiel. Las imágenes familiares de Oseas (cf. Os 1-2) expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su pueblo. Este drama de amor alcanza su culmen en el Hijo hecho hombre. En él Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto que hace de él la “Misericordia encarnada”.

En efecto, como hombre, Jesús de Nazaret es hijo de Israel a todos los efectos. Y lo es hasta tal punto que encarna la escucha perfecta de Dios que el Shemà requiere a todo judío, y que todavía hoy es el corazón de la Alianza de Dios con Israel: “Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,4-5). El Hijo de Dios es el Esposo que quiere ganarse el amor de su Esposa, con  quien está unido con un amor incondicional, visible en las nupcias eternas con ella.

Es éste el corazón del kerigma apostólico, en el cual la misericordia divina ocupa un lugar central y fundamental. Es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado, el primer anuncio que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis. La misericordia entonces expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer, restableciendo de ese modo la relación con él. Y, en Jesús crucificado, Dios quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente allí donde se perdió y se alejó. Y esto lo hace con la esperanza de poder así, finalmente, enternecer el corazón endurecido de su Esposa.

Finalmente el Papa describe el efecto que debe tener la misericordia divina en el corazón del hombre impulsándole a amar al prójimo y a cumplir las obras de misericordia, corporales y espirituales. La fe debe concretarse en gestos cotidianos, destinados a ayudar a nuestro prójimo en el cuerpo y en el espíritu, y sobre los que seremos juzgados: nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo. Por eso, el pueblo cristiano debe realizar las obras de misericordia  para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia  divina. En el pobre, en efecto, la carne de Cristo se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado.

El Papa califica como misterio inaudito y escandaloso la continuación histórica del sufrimiento del Cordero Inocente, más aún cuando el pobre es el hermano o la hermana en Cristo que sufren a causa de su fe. Ante este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre más miserable es quien cree ser rico, pero en realidad es el más pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado que lo empuja a utilizar la riqueza y el poder para negar su  profunda pobreza espiritual. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor puede llegar a ser este autoengaño.

Llega hasta tal punto que ni siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa (cf. Lc 16,20-21) y que es la figura de Cristo quien en los pobres mendiga nuestra conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado de un soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente la mentira demoníaca “seréis como Dios” (Gn 3,5), raíz de todo pecado.

Ese delirio también puede asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante. Y actualmente también se muestra en las estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos.

La Cuaresma de este Año Jubilar es, pues, para todos un tiempo favorable para salir de nuestra alienación existencial, gracias a la escucha de la Palabra y a las obras de misericordia. Mediante las corporales tocamos la carne de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos, alojados, visitados, mientras que las espirituales nos invitan a aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar. Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las espirituales. Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo. A través de este camino también los “soberbios”, los “poderosos” y los “ricos”, de los que habla el Magníficat, tienen la posibilidad de darse cuenta de que son inmerecidamente amados por Cristo crucificado, muerto y resucitado por ellos.

Sólo en este amor está la respuesta a la sed de felicidad y de amor infinitos que algunos, engañándose, creen poder colmar con los ídolos del saber, del poder y del poseer. Sin embargo, siempre queda el peligro de cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo que está en el pobre llamando a la puerta de su corazón. Los soberbios, los ricos y los poderosos acaban por condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de soledad que es el infierno. La escucha activa nos preparará del mejor modo posible para celebrar la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte del Esposo ya resucitado, que desea purificar a su Esposa prometida, a la espera de su venida.

Termina el Papa urgiendo a aprovechar este tiempo de Cuaresma favorable para la conversión. Lo pide a Dios por la intercesión materna de la Virgen María, la primera que, frente a la gran misericordia divina que recibió gratuitamente, confesó su propia pequeñez (cf. Lc 1,48), reconociéndose como la humilde esclava del Señor (cf. Lc 1,38).